sábado, 17 de diciembre de 2011

La Taberna del Tortuga (y 2)


La Taberna del Tortuga (y 2)





Nota del autor: Esta es la segunda, y última, entrega de una  "conspiración". El lector puede leer esta segunda parte sin haber leído la primera, empezar por el final, leer solo una palabra de cada tres o leer solo las vocales. Pero seamos serios, como mejor se entenderá todo es empezando por el principio y acabando por el final. Formación clásica que ha recibido uno.


-¡No podéis hacernos esto, el puente de mayo es nuestro!-

A su lado, un hombre con pantalones  y casaca azules, con charreteras doradas de comandante volvió a golpear con su garfio en la mesa.

-Y tanto que podemos Augusto- dijo con voz ronca mientras apuraba su jarra. -A nosotros nos corresponden tres puentes al año y no nos vamos a arriesgar a que nos pase como el año pasado- .

-Lo del año pasado no podía haberlo previsto nadie, fue la fatalidad.- Dijo un tercero mientras se recolocaba las cinchas que fijaban su pata de palo.

- Ni fatalidad ni historias, fue un volcán, un puto volcán, y precisamente nos fastidió una campaña nuestra. Así que ya sabes Augusto. Te guste o no, este año mayo es nuestro y deja de tocarme las narices o te hago colgar de los pulgares-.

No me lo podía creer, estaba sentado al lado de los mismísimos Augusto Estacha, representante de la Cofradía de Descontroladores Portuarios, Tomás Tierra, Comodoro de la Hermandad de Comandantes de Aeronaves y Alberto de Aquino Tebas portavoz del Gremio de Personal de Tierra. Mi curiosidad pudo al miedo que me inspiraban.

-Esta vaca la podemos ordeñar todos- dijo Tomás.

-Seamos sensatos, si nos pasamos los pasajeros acabarán por hartarse y se acabó el chollo replico Alberto mientras  insistía en ajustar su pata de palo.

-¡Qué se van a hartar! ¡Son unos capullos! ¿No les has visto quitarse obedientes los cinturones en el filtro? Mansos como corderitos esperando a que los esquilen- dijo el comodoro dejando la jarra sobre la mesa.

-Lo que digo yo es que lo que hace falta es que nos organicemos.

-No, lo que hace falta es echarle arrestos al tema, como hicimos nosotros- insistió Estacha.

-Arrestos como el bueno de Barjas, que tuvo a dos jardineras cargaditas de capullos una hora entera al sol en pleno agosto sin dejarles embarcar-

-¿Y eso? Preguntó Estacha.

-Dijo que la temperatura abordo no era la adecuada para el confort de los pasajeros- replicó Alberto entre fuertes risotadas dando por imposible el ajuste de su extremidad.

Los tres estuvieron riéndose un buen rato.

-Para arrestos el Magenta.- dijo Augusto sirviéndose más vino y secándose las lágrimas de risa.

-No, no te confundas Estacha, lo del Magenta no son arrestos, es temeridad e inconsciencia. Además, es un vendido a la empresa.- cortó secamente el Comodoro mientras le arrebataba la botella.

-No me extraña. Aterrizaje forzoso, el aparato para desguace, el pasaje atacado de los pelos y van, le ponen a  cruzar el charco y le nombran instructor.

-¡Manda cojones! No hay como ser amigo del jefe.

-Nada como ser un cretino.- apostillo Alberto. -Insisto en que deberíamos organizarnos.- continuó.

-Y dale.

-No, en serio. Si tu retrasas un poco por tráfico, tu buscas cualquier fallo al aparato y yo entorpezco la terminal al final conseguimos el colapso sin hacer huelga ni perder sueldo. Y que militaricen lo que quieran que esto no lo arregla ni el ministro en funciones.-

-Ese bastante tiene con las gasolineras últimamente.- dijo Estacha en tono socarrón.

-Pero qué dices tu de organizarnos si en cuanto os levantan la voz os asustáis y desconvocáis.

-Hagamos un juramento por escrito- propuso Tomás. Y firmado según las reglas: con sangre.-

Pidieron un pliego de papel, pluma y tinta al posadero. Estuvieron un rato cuchicheando y escribiendo su pacto. Unos minutos después, tras mirarlo satisfechos dijeron: -firmemos-.

-¡Quieto! Deja esa pluma, estas cosas se firman con sangre.-

Alberto sacó una daga de su cinto y se dispuso a hacerse un corte en la palma de su mano izquierda.

-¿Qué haces, tarado?- dijo Augusto mientras detenía la mano de la daga.

-Firmar con sangre. ¿No?-

-Con sangre sí, pero no nuestra, cretino. Con sangre de capullo, que es como se firman nuestros convenios.- Llamó al camarero dando dos fuertes palmadas y le pidió una ampolla de sangre.

El camarero desapareció tras una puerta y al rato volvió a salir llevando un pequeño frasco de vidrio lleno de un líquido oscuro.

No fue el frasco lo que me hizo gritar, fue su origen. A través de la puerta entreabierta pude ver un almacén repleto de cajas desordenadas y polvorientas. En una esquina, iluminado por la débil luz de un candil, vi oscilar el cuerpo sin vida de un pasajero.  Colgado por los pies de una viga del techo. De un orificio de su cuello aún escurría un hilillo de sangre que le llegaba hasta la oreja. Sus brazos pendían inertes y sus manos rozaban los bordes de un cubo metálico puesto en el suelo para recoger la sangre. Sus ojos vidriosos y sin vida parecieron mirarme burlones. Un escalofrío me recorrió la espalda.

Mi grito atrajo la atención de los presentes. De pronto, en medio de un silencio sepulcral, noté como decenas de ojos se clavaban en mi desde todos los oscuros rincones de la taberna.

El tortuga, petrificado, dejó caer una jarra mientras alguien gritó:
-¡Un pasajero! ¡A él! ¡Que no escape!-

De un salto corrí hacia la puerta, atravesé la plazoleta en dos zancadas e intenté subir por la escalera pero una mujer con casaca roja y un Walkie me cerraba el paso, sin dejar de sonreír, eso sí.

Me abalancé hacia la montaña de maletas y empecé a treparla con desesperación mientras oía a todas las tripulaciones correr detrás de mí. Habían olido sangre, mi sangre, y ya nada las detendría. Subí metros y metros de maletas. Se me trabó un pie en el asa de una de ellas. Tiré con fuerza, la maleta rodó montaña abajo arrastrando otras detrás y mi zapato con ella.

Seguí subiendo hasta quedar casi sin aliento. Pero las voces de mis perseguidores sonaban cada vez mas cerca Ya es nuestro-.

No debí girarme a mirar hacia abajo. Pisé en falso y la maleta sobre la que apoyaba resbaló arrastrándome. Caí durante lo que me pareció una eternidad. Cerré los ojos y me preparé para el brutal impacto contra el suelo.

Finalmente caí sobre blando, fue un impacto suave y sordo sobre un colchón. Abrí los ojos sobresaltado. Me rodeaba la oscuridad. Estaba bañado en sudor, el pijama se me pegaba al cuerpo.

Suspiré aliviado. Estaba en mi cama. Noté al lado la respiración de mi mujer. Dormía tranquila. El reloj de mi mesilla marcaba las tres y veinte. Sonreí y cerré los ojos. Había llegado hacía tres horas, un vuelo con retraso como de costumbre. A las ocho tenía que estar otra vez trabajando.

A fin de cuentas todo había sido una pesadilla. No había tabernas ocultas, no había una conjura para exprimir la sangre a los pasajeros y firmar con ella acuerdos. Todo había sido producto del sueño y el agotamiento.

No se puede viajar tanto me dije, y acto seguido caí dormido en un sueño reparador ¿O no fue un sueño? ¿No había un aviso de huelga para Navidad?


jueves, 15 de diciembre de 2011

La taberna del Tortuga 1




En la Taberna del Tortuga


Era otra de esas esperas interminables. En la pantalla de la puerta de embarque aparecía anunciado mi vuelo. La hora de salida se mantenía de forma imperturbable aunque hacía ya rato que había pasado. El vuelo seguía sin salir.

Cansado de esperar inicié una vez más mi rutina. Empecé a pasear por la terminal, me dirigí hacia la zona de tiendas situada en la parte central, todas ellas cerradas dos o tres horas antes. Paseé entre los escaparates de luces apagadas. Me gustaba la sensación, esa penumbra relajante.

De pronto lo vi. Algo llamó mi atención. Algo distinto en este aeropuerto que me conozco casi a la perfección a fuerza de vuelos retrasados eternamente. Estaba allí mismo, donde antes siempre había pasado por delante de una puerta cerrada y gris, que parecía no tener ningún uso, ahora se veía una rendija de luz.

Intrigado me acerqué a verla. Las largas esperas me habían familiarizado con el edificio hasta el punto de considerarlo, inconscientemente, parte de mi casa. Una parte, eso sí, bastante fría, concurrida e incómoda. Pero en cualquier caso era un cambio en mi casa y me sentí obligado a investigar. La puerta, sobre la que pendía un rotulo de "SÓLO PERSONAL AUTORIZADO" y cuyo cierre estaba custodiado por un arisco lector de bandas magnéticas había quedado entreabierta.

Prometo que nunca he sido muy osado, más bien al contrario. Mi hermana Marta se burla de mí diciendo que soy un "cumplidor compulsivo de las normas". Pero algo fue distinto en esta ocasión. La rendija de luz me hizo un guiño tentador, una invitación burlona. Despertó en mi ese espíritu aventurero y curioso que muchos perdemos al abandonar la niñez. Miré a ambos lados y tras asegurarme de que nadie me veía me introduje por la puerta. A fin de cuentas ¿Qué hay más tentador que una puerta prohibida? ¿Quién es el que puso el cartel, para decidir quien entra y quién no?

Tras la puerta arrancaba una escalera que se hundía profundamente en las entrañas del edificio. Bajé los peldaños despacio, al principio; esperaba que en cualquier momento un agente de seguridad me dijese aquello de "¿Dónde va? Muéstreme su autorización". Si eso pasaba mi aventura habría terminado, acabaría encerrado en algún despacho de la terminal, dando un montón de explicaciones a algún malencarado responsable de seguridad. No sé por qué, pero ese pensamiento aumentó mi determinación, avancé cada vez más decidido, mas rápido.

La escalera parecía no tener fin. Era una espiral incómoda y mal iluminada que me llevó a un lóbrego pasillo que terminaba en una amplia plazoleta subterránea.  En uno de los lados pude ver la cristalera de una oficina de AENA, en otro una persiana metálica entreabierta dejaba ver una montaña inmensa de maletas que subía hasta perderse de vista en la penumbra. Las que formaban la base de la montaña parecían bastante antiguas de mediados del siglo pasado, cubiertas de polvo, algunas con etiquetas de hoteles de El Cairo, Caracas... Las de la parte intermedia podrían ser de hace unas décadas.  Las actuales, supuse, deberían de estar arriba, allí donde no alcanzaba mi vista. Imaginé que este era el lugar donde acaban los equipajes perdidos, algo así como el "País de nunca jamás" de las maletas. Por un momento pensé en intentar escalar la montaña de bultos cual aguerrido Himalayista, pero me di cuenta de que no llevaba material de acampada ni ropa de abrigo y a saber qué clima hacía en la cima. Desistí.

Me giré hacia el tercer lado de la plaza que llamó aún más, si cabe, mi atención. En mitad de una pared desconchada donde se abrían media docena de tragaluces, vi una puerta sobre la que un cartel anunciaba La taberna del Tortuga.

Crucé su puerta de roble macizo.

El ambiente estaba cargado, olía a cerrado, a rancio. En la penumbra reinante pude distinguir varios grupitos, sentados en bajos taburetes alrededor de oscuras mesas de madera. Eran las tripulaciones de los aviones. Cada cual hundía los ojos en su bebida sin cruzar  miradas con las mesas vecinas. Hoy no era día de broncas.

Me senté en una mesa que estaba libre en el rincón más oscuro de la ya de por sí oscura estancia. Al rato, con paso lento, muy lento, se me acercó un hombre con un delantal plagado de manchas y cara patibularia.

-¿Qué va a ser?- Me espetó en tono hosco.

-Un café- Acerté a decir sin levantar la vista de un ejemplar atrasado de Aviones que alguien había abandonado encima de la mugrienta mesa.

Con paso más lento aún, si cabe, volvió a la barra. No había duda, era el tortuga. Pero aquí abajo, en las entrañas de la terminal, esa lentitud insoportable a nadie parecía importarle, nadie tenía prisa. El tiempo era algo relativo, tan relativo que parecía detenido.

Un fuerte golpe me despertó de mi ensoñación sobre el tiempo y la relatividad. En la mesa de al lado un hombre de cara aniñada, botas con hebilla de latón, polainas de fieltro verde, casaca amarilla y un parche en el ojo derecho de repente dio un puñetazo en la mesa y gritó acalorado:

-¡No podéis hacernos esto, el puente de mayo es nuestro!-

A su lado, un hombre con pantalones  y casaca azules, con charreteras doradas de comandante volvió a golpear con su garfio en la mesa.

-Y tanto que podemos Augusto- dijo con voz ronca mientras apuraba su jarra. -A nosotros nos corresponden tres puentes al año y no nos vamos a arriesgar a que nos pase como el año pasado- .

-Lo del año pasado no podía haberlo previsto nadie, fue la fatalidad.- Dijo un tercero mientras se recolocaba las cinchas que fijaban su pata de palo.

- Ni fatalidad ni historias, fue un volcán, un puto volcán, y precisamente nos fastidió una campaña nuestra. Así que ya sabes Augusto. Te guste o no, este año mayo es nuestro y deja de tocarme las narices o te hago colgar de los pulgares-.

No me lo podía creer, estaba sentado al lado de los mismísimos Augusto Estacha, representante de la Cofradía de Descontroladores Portuarios, Tomás Tierra, Comodoro de la Hermandad de Comandantes de Aeronaves y Alberto de Aquino Tebas portavoz del Gremio de Personal de Tierra. Mi curiosidad pudo al miedo que me inspiraban.