En la Taberna del Tortuga
Era otra de esas esperas interminables. En la pantalla de la
puerta de embarque aparecía anunciado mi
vuelo. La hora de salida se mantenía de forma
imperturbable aunque hacía ya rato que
había pasado. El vuelo seguía sin salir.
Cansado de esperar inicié una vez más mi rutina. Empecé a pasear por
la terminal, me dirigí hacia la zona
de tiendas situada en la parte central, todas ellas cerradas dos o tres horas
antes. Paseé entre los escaparates de luces apagadas.
Me gustaba la sensación, esa
penumbra relajante.
De pronto lo vi. Algo llamó mi atención. Algo distinto en este aeropuerto que me
conozco casi a la perfección a fuerza de
vuelos retrasados eternamente. Estaba allí mismo, donde
antes siempre había pasado por delante de una puerta cerrada
y gris, que parecía no tener ningún uso, ahora se veía una rendija
de luz.
Intrigado me acerqué a verla. Las
largas esperas me habían
familiarizado con el edificio hasta el punto de considerarlo, inconscientemente,
parte de mi casa. Una parte, eso sí, bastante fría, concurrida e incómoda. Pero en
cualquier caso era un cambio en mi casa y me sentí obligado a investigar. La puerta, sobre la que pendía un rotulo de "SÓLO PERSONAL
AUTORIZADO" y cuyo cierre estaba custodiado por un arisco lector de bandas
magnéticas había quedado entreabierta.
Prometo que nunca he sido muy osado, más bien al contrario. Mi hermana Marta se burla de mí diciendo que soy un "cumplidor compulsivo de las
normas". Pero algo fue distinto en esta ocasión. La rendija de luz me hizo un guiño tentador, una invitación burlona.
Despertó en mi ese espíritu aventurero y curioso que muchos perdemos al abandonar la
niñez. Miré a ambos lados y tras asegurarme de que nadie me veía me introduje por la puerta. A fin de cuentas ¿Qué hay más tentador que una puerta prohibida? ¿Quién es el que puso
el cartel, para decidir quien entra y quién no?
Tras la puerta arrancaba una escalera que se hundía profundamente en las entrañas del edificio. Bajé los peldaños despacio, al principio; esperaba que en cualquier momento
un agente de seguridad me dijese aquello de "¿Dónde va? Muéstreme su autorización". Si
eso pasaba mi aventura habría terminado,
acabaría encerrado en algún despacho de la terminal, dando un montón de explicaciones a algún malencarado
responsable de seguridad. No sé por qué, pero ese pensamiento aumentó mi determinación, avancé cada vez más decidido,
mas rápido.
La escalera parecía no tener fin.
Era una espiral incómoda y mal
iluminada que me llevó a un lóbrego pasillo que terminaba en una amplia plazoleta subterránea. En uno de los
lados pude ver la cristalera de una oficina de AENA, en otro una persiana metálica entreabierta dejaba ver una montaña inmensa de maletas que subía hasta perderse de vista en la penumbra. Las que formaban la base de la
montaña parecían bastante antiguas de mediados del siglo pasado, cubiertas de polvo,
algunas con etiquetas de hoteles de El Cairo, Caracas... Las de la parte
intermedia podrían ser de hace unas décadas. Las actuales,
supuse, deberían de estar arriba, allí donde no alcanzaba mi vista. Imaginé que este era el lugar donde acaban los equipajes perdidos,
algo así como el "País de nunca jamás" de las
maletas. Por un momento pensé en intentar
escalar la montaña de bultos cual aguerrido Himalayista,
pero me di cuenta de que no llevaba material de acampada ni ropa de abrigo y a
saber qué clima hacía en la cima. Desistí.
Me giré hacia el
tercer lado de la plaza que llamó aún más, si cabe, mi
atención. En mitad de una pared desconchada donde
se abrían media docena de tragaluces, vi una
puerta sobre la que un cartel anunciaba “La taberna del
Tortuga”.
Crucé su puerta de
roble macizo.
El ambiente estaba cargado, olía a cerrado, a rancio. En la penumbra reinante pude distinguir varios
grupitos, sentados en bajos taburetes alrededor de oscuras mesas de madera.
Eran las tripulaciones de los aviones. Cada cual hundía los ojos en su bebida sin cruzar miradas con las mesas vecinas. Hoy no era día de broncas.
Me senté en una mesa que
estaba libre en el rincón más oscuro de la ya de por sí oscura estancia.
Al rato, con paso lento, muy lento, se me acercó un hombre con un delantal plagado de manchas y cara
patibularia.
-¿Qué va a ser?- Me espetó en tono
hosco.
-Un café- Acerté a decir sin levantar la vista de un ejemplar atrasado de “Aviones” que alguien
había abandonado encima de la mugrienta mesa.
Con paso más lento aún, si cabe, volvió a la barra.
No había duda, era el tortuga. Pero aquí abajo, en las entrañas de la
terminal, esa lentitud insoportable a nadie parecía importarle, nadie tenía prisa. El
tiempo era algo relativo, tan relativo que parecía detenido.
Un fuerte golpe me despertó de mi ensoñación sobre el tiempo y la relatividad. En la mesa de al lado un
hombre de cara aniñada, botas con
hebilla de latón, polainas de fieltro verde, casaca
amarilla y un parche en el ojo derecho de repente dio un puñetazo en la mesa y gritó acalorado:
-¡No podéis hacernos esto, el puente de mayo es nuestro!-
A su lado, un hombre con pantalones y casaca azules, con charreteras doradas de
comandante volvió a golpear con su garfio en la mesa.
-Y tanto que podemos Augusto- dijo con voz ronca mientras
apuraba su jarra. -A nosotros nos corresponden tres puentes al año y no nos vamos a arriesgar a que nos pase como el año pasado- .
-Lo del año pasado no
podía haberlo previsto nadie, fue la
fatalidad.- Dijo un tercero mientras se recolocaba las cinchas que fijaban su
pata de palo.
- Ni fatalidad ni historias, fue un volcán, un puto volcán, y precisamente nos fastidió una campaña nuestra. Así que ya sabes Augusto. Te guste o no, este año mayo es nuestro y deja de tocarme las narices o te hago
colgar de los pulgares-.
No me lo podía creer,
estaba sentado al lado de los mismísimos Augusto
Estacha, representante de la Cofradía de Descontroladores
Portuarios, Tomás Tierra, Comodoro de la Hermandad de
Comandantes de Aeronaves y Alberto de Aquino Tebas portavoz del Gremio de
Personal de Tierra. Mi curiosidad pudo al miedo que me inspiraban.
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